La Danza: El Arma Blanda durante la Guerra Fría
- Keily Matoma
- 13 may
- 3 Min. de lectura
En ciertos momentos de la historia, el arte del movimiento ha sido mucho más que una forma de belleza: ha sido también una herramienta política. Durante la Guerra Fría —ese periodo de tensión prolongada entre Estados Unidos y la Unión Soviética que marcó buena parte del siglo XX—, el ballet clásico fue uno de los tantos frentes donde se libró una competencia simbólica. Sin recurrir a palabras ni discursos, la danza transmitía mensajes de poder, de ideología y de prestigio nacional.
La URSS había heredado una sólida tradición artística del Imperio ruso, y encontró en el ballet una vía efectiva para demostrar la capacidad del sistema comunista de formar ciudadanos físicamente disciplinados y culturalmente sofisticados. Las grandes compañías, como el Teatro Bolshói en Moscú o el Kírov en Leningrado, eran presentadas como exponentes del esplendor soviético. Las giras internacionales de estos cuerpos de danza formaban parte de estrategias diplomáticas más amplias: buscaban mostrar al mundo que el modelo soviético no solo producía obreros y científicos, sino también artistas de talla mundial (McDaniel, 2014). La técnica precisa, la coordinación rigurosa y la intensidad emocional de las coreografías eran, en sí mismas, una forma de mensaje.
Pero dentro de esa coreografía controlada, comenzaron a surgir fisuras. En 1961, Rudolf Nuréyev, una de las figuras más prometedoras del Ballet Kírov, aprovechó una gira en París para no regresar a la URSS (Nureyev Foundation, s.f.). Años después, en 1974, Mijaíl Barýshnikov hizo lo mismo durante una presentación en Canadá. Ambos eran bailarines formados dentro del sistema soviético, reconocidos por su destreza y vistos como emblemas culturales del Estado. Sin embargo, decidieron marcharse, buscando mayor libertad creativa y escapando del control ideológico que pesaba incluso sobre el escenario. Sus deserciones tuvieron impacto global no solo porque eran artistas admirados, sino porque su partida era interpretada como un rechazo político. Que alguien abandonara la URSS no era una elección menor, mucho menos si esa persona había sido moldeada por sus instituciones culturales (Hommans, 2022).
Al mismo tiempo, del otro lado del Telón de Acero, el ballet soviético era visto con una mezcla de respeto, admiración y competencia. En 1959, la administración del presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower permitió la gira del Ballet Bolshói por Estados Unidos, como parte de un acuerdo de intercambio cultural. Aunque Eisenhower no expresó públicamente un elogio hacia la compañía, su aprobación oficial para la gira fue entendida como una forma de reconocimiento tácito del nivel artístico que tenía (McDaniel, 2014). Durante esas presentaciones, la prensa estadounidense y muchas figuras culturales no ocultaron su entusiasmo: el talento de los bailarines soviéticos impresionó profundamente, y quedó claro que la rivalidad ideológica no impedía la valoración estética. De manera similar, en 1962, el New York City Ballet actuó en Moscú y Leningrado. Si bien las autoridades soviéticas fueron medidas en su recepción, el público local respondió con entusiasmo, y ese intercambio generó buena prensa en ambos lados, aun sin necesidad de declaraciones elogiosas por parte de los líderes políticos (Marcy, 2014; Gonçalves, 2018).
El ballet, entonces, se convirtió en un canal de comunicación indirecta. Sin emitir juicios explícitos, sin negociaciones visibles, las coreografías trasladaban ideas, identidades y silencios. Fue una forma de competencia blanda, donde el virtuosismo corporal sustituyó a la retórica. Y aunque no fue un arma, sí fue parte de una disputa simbólica en la que se jugaban nociones de libertad, disciplina, creatividad y control.
Recordar este episodio es una forma de reconocer que el arte, incluso cuando parece estar aislado de la política, tiene una historia entretejida con las decisiones del poder. Que bailarines como Nuréyev o Barýshnikov hayan decidido cambiar de país no fue solo un acto individual, sino también un gesto con implicaciones más amplias. Y que ambos lados del conflicto hayan apostado por mostrar sus mejores compañías al mundo demuestra que, incluso en medio de la tensión, el arte conservaba su lugar como puente, como símbolo y como lenguaje.
Fuentes consultadas:
Gonçalves, S. (2018). Ballet, propaganda, and politics in the Cold War: The Bolshoi Ballet in London and the Sadler’s Wells Ballet in Moscow, October–November 1956. Cold War History, 19(2), 171–186. https://doi.org/10.1080/14682745.2018.1468436
Hommans, J. (2022). George Balanchine’s Soviet reckoning. The New Yorker. https://www.newyorker.com/magazine/2022/09/12/george-balanchines-soviet-reckoning
Marcy, R. (2014). Dancers and diplomats: New York City Ballet in Moscow, October 1962. The Appendix. https://theappendix.net/issues/2014/7/dancers-and-diplomats-new-york-city-ballet-in-moscow-october-1962
McDaniel, C. P. (2014). American–Soviet cultural diplomacy: The Bolshoi Ballet's American premiere (Ed. ilustrada). Lexington Books. https://rowman.com/ISBN/9780739199329/American%E2%80%93Soviet-Cultural-Diplomacy-The-Bolshoi-Ballets-American-Premiere
Nureyev Foundation. (s.f.). 1961 - Defection to the West. Rudolf Nureyev Official Website. https://nureyev.org/rudolf-nureyev-biography/defects-to-the-west-1961/
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